Juan Manuel Santos ha instaurado en Colombia: una verdadera dictadura que mantiene la fachada de la legalidad, pero la distorsiona.
En la Teoría Constitucional se plantea la cuestión de si el ordenamiento fundamental del Estado debe estudiarse tal como está concebido en los textos que lo documentan o, más bien, tal como se lo lleva a la práctica. Es el gran dilema entre la validez de las normas y su eficacia, lo que va de la aspiración ideal a los hechos que configuran la realidad.
Estas tensiones se presentan con diversas modalidades en todos los regímenes políticos, pues ninguno funciona, en efecto, tal como se lo ha concebido. Pero los hay en que el abismo que media entre la normatividad constitucional y la realidad política es tan profundo que no queda otro remedio que declarar que aquella es letra muerta y lo que reina es un régimen de facto, que no es de leyes, sino de imposición monda y lironda de la voluntad abusiva de quienes detentan el poder.
Es lo que Juan Manuel Santos ha instaurado en Colombia: una verdadera dictadura que mantiene la fachada de la legalidad, pero la distorsiona de tal modo que la hace irreconocible.
So pretexto de la búsqueda de la paz con las Farc, y ahora con el Eln, ha demolido la estructura de los poderes públicos concebida por los constituyentes de 1991, para instaurar una monocracia en la que el poder supremo radica, no en el conglomerado de la ciudadanía, sino en una Comisión de Seguimiento, Impulso, y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI) que se encargará de autorizar previamente toda la normatividad constitucional, legal y reglamentaria que se requiera para llevar a efecto lo convenido con las Farc en dicho Acuerdo Final.
En estos días vi en Netflix una estupenda versión cinematográfica de «El Retrato de Dorian Grey». No pude dejar de pensar al verla que la flamante Constitución que en mis clases les pido a mis alumnos que lean se ve tan lozana como en los eventos sociales aparecía el personaje de Wilde, pero, si uno quiere apreciarla en la realidad, tiene que entrar a la buhardilla en que aquel ocultaba celosamente es retrato en que se reflejaba con tonos de horror cada desmán en que iba incurriendo.
Esta demolición de nuestra institucionalidad se logró desconociendo descarada y arbitrariamente la voluntad que la ciudadanía manifestó de modo rotundo en el plebiscito del dos de octubre pasado, y corrompiendo tanto al Congreso como a la Corte Constitucional para que a través del Acto Legislativo No. 1 de 2016 uno y otra se plegaran a la adopción y la legitimación de unos procedimientos que conllevan la sustitución de nuestro régimen constitucional de separación y colaboración armónica de los poderes estatales por otro de desequilibrio orgánico que los somete a los dictados que el gobierno convenga con las Farc.
Mi caro amigo Gabriel Jaime Arango, que es muy buen conocedor de la historia, llamó hace poco la atención acerca de las semejanzas de este sistema con lo que establecía la Constitución del Año VIII en Francia siguiendo las ideas de Sièyes, que abrió paso al Consulado y, en últimas, al Imperio Napoleónico.
En esa Constitución de corta vida y triste memoria se concentró la iniciativa legislativa en el Consejo de Estado y se distribuyó la discusión y la aprobación de sus proyectos entre el Tribunado y el Cuerpo Legislativo. Al Tribunado le correspondía discutir los proyectos de ley, pero no aprobarlos, tarea esta que se asignaba a un Cuerpo Legislativo que debía emitir, según enseña el profesor Prélot, apenas un voto de aprobación o de rechazo:»escuchaba en silencio a tres oradores del gobierno, miembros del Consejo de Estado, y tres del Tribunado. Votaba sin hablar.» (Prélot, Marcel-Boulois Jean, «Institutions Politiques et Droit Constitutionnel», Dalloz, Paris, 1980, p. 375). Era, en síntesis, un parlamento mudo.
Nuestro Napoleón de pacotilla tiene a su servicio un gozque, el tal Lizcanito, que se limita a transmitir la Voz del Amo, de suerte que el Congreso, peor que mudo, emasculado, apruebe sin chistar lo que ya se ha decidido en los tenebrosos cenáculos del gobierno y las Farc.
En una brillante exposición que sobre el estado del país nos hizo la senadora Paola Holguín el lunes pasado en la tertulia del Hotel Sheraton en Medellín, nos contó que Lizcanito y sus adláteres de las Comisiones del Congreso se esmeran en acallar toda voz discordante e impedir todo debate sobre las iniciativas gubernamentales.
De ese modo, el Congreso aprobó en la Ley de Amnistía la conexidad del narcotráfico con los delitos políticos, contrariando así la perentoria disposición del artículo 10 de la Convención de Viena que dice que aquel no podrá considerarse como delito político ni motivado por causas políticas. No valió que la representación del Centro Democrático dejara perentorias constancias sobre las gravísimas violaciones que en este y otros asuntos se está incurriendo respecto de la normatividad internacional. La angurria de Santos lo tiene desbocado.
Como lo señalé en mi último escrito para este blog, Colombia está pasando de ser un país respetuoso del Derecho Internacional a un país trasgresor del mismo. No solo desconoce su ordenamiento interno, sino también el externo. Vamos camino de retornar a la deplorable condición de país paria o Estado fallido.
Un tema central de la campaña electoral venidera, si la hubiere, tendrá que ser el de la reconstitución de Colombia, pues Santos la tiene maltrecha a más no poder.
Publicado: febrero 2 de 2017