El golpe de estado de Santos ya se dio. Pero su efecto destructivo de la institucionalidad está en marcha.
Juan Manuel Santos demolió la institucionalidad colombiana y destruyó nuestra economía. Pero hay algo peor: su deletérea obra de desgobierno deja en hilachas nuestro tejido social.
Suelo decirles a mis estudiantes que la sociabilidad se edifica sobre un tejido de solidaridades y no con base en redes de complicidades. Su fundamento reside en principios morales que Santos se ha empeñado en trasgredir sin guardar miramiento alguno.
Los estudiosos más serios de la sociabilidad humana y especialmente de los ordenamientos políticos a que ella da lugar, insisten en que lo que en últimas es por así decirlo el cemento de las sociedades, lo que las mantiene unidas y condiciona la obediencia de los súbditos respecto de quienes los gobiernan, es el consenso de valores, el acuerdo sobre lo fundamental.
Ahí reside la legitimidad, que según recordaba Guglielmo Ferrero es ni más ni menos un acto de fe en la autoridad de los dirigentes de las comunidades.
Autoridad no es lo mismo que poder. Este es un mero hecho, el de la imposición de unas voluntades sobre otras. Aquella es algo muchísimo más complejo: el aura que rodea al poder, que lo sustenta moralmente, que lo hace respetable, que condiciona el acatamiento espontáneo de parte de sus destinatarios.
La fe procede de la confianza, la credibilidad. Ella inspira respetabilidad. Si el gobernante no suscita el respeto de los gobernados porque no le creen ni en él confían, sus iniciativas están condenadas tarde o temprano al fracaso y el cuerpo social corre el riesgo de dividirse y disgregarse. La anarquía se vuelve una ominosa posibilidad.
Mal discípulo de Maquiavelo, Santos ha erigido la mentira, la trapisonda y la traición como criterios rectores de su modo de gobernar a los colombianos. Estos, por supuesto, no le creen ni lo apoyan. Es el gobernante más desprestigiado de nuestra historia. Y eso, desde luego, afecta su capacidad para gobernar y, en consecuencia, la posibilidad de mantenerlo unido frente a los enormes retos que se le presentan.
Santos solo puede gobernar mediante la corrupción o la intimidación, no de la persuasión racional. Así ha logrado el apoyo mayoritario en el Congreso, la claudicación de las altas Cortes, la sumisión de la gran prensa y los dirigentes empresariales, el apoyo de una jerarquía eclesiástica que no se arredra ante la posibilidad de entregar sus ovejas a la voracidad de los lobos que las amenazan. Pero el pueblo lo rechaza y su descarada burla a la rotunda manifestación de la voluntad de la ciudadanía en el plebiscito del dos de octubre último es algo que producirá efectos disolventes en el inmediato porvenir, así los paniaguados del régimen pretendan convencernos de que se trata de hechos cumplidos a los que gústenos o no tenemos que acomodarnos.
El golpe de estado de Santos ya se dio. Es verdad que se produjo de modo incruento. Pero su efecto destructivo de la institucionalidad está en marcha. Y tras la demolición del edificio institucional se ve venir bien sea el proceso revolucionario que quieren las Farc y el Eln, ora la rebeldía de las comunidades que, por lo pronto, se pone manifiesto en las encuestas, pero a medida que la situación se vaya agravando ofrecerá rasgos cada vez más alarmantes. Estamos ad portas de severas perturbaciones del orden público cuyas consecuencias son del todo imprevisibles.
Hay que reiterar que lo que se ha acordado con las Farc no es una paz estable y duradera, sino la rendición del Estado frente a una organización narcoterrorista que, inspirada en la ideología marxista-leninista, aspira a someternos a un régimen totalitario y liberticida. El NAF que el Congreso dizque ratificó por medio de una simple proposición promueve la transformación de las Farc en un partido hegemónico que no solo gozará de exorbitantes privilegios institucionales, sino que contará con el respaldo de las armas que conservará escondidas, la redes de milicianos que seguirán actuando y los ingentes recursos del narcotráfico que ahora sí seguirá en alza al contar con la protección del Estado.
Santos y sus secuaces no han meditado en las desastrosas consecuencias morales que se seguirán de otorgarles no solo impunidad, sino relevancia social a unos de los peores criminales que han depredado a nuestras comunidades haciendo gala de las más extrema crueldad concebible. Esos criminales se aprestan ahora a integrar un gobierno de transición que será la antesala de la toma del poder por la que han venido luchando a lo largo de más de medio siglo.
Pero, ¿qué país aspiran a gobernar?
En primer lugar, uno que no los quiere y los desprecia. Pero hay algo peor: uno en el que la presencia estatal está cada vez más difuminada, pues la sustituyen bandas criminales que de hecho controlan a las poblaciones y dicen garantizar la convivencia bajo métodos primitivos que incluyen la pena de muerte para quienes las desconozcan.
Les sugiero a mis lectores que ingresen a la siguiente página de El Colombiano, en la que se da cuenta de la perniciosa presencia de Los Urabeños en gran parte del territorio colombiano (Ver Operación Agamenón cumple dos años sin lograr captura de “Otoniel”)
Para no ir muy lejos, pensemos en el control que ejercen las Bacrim en nuestro valle de Aburrá, tema que abordaré en otro escrito.
Publicado: febrero 9 de 2017