Santos ha preferido satisfacer la exigencias de las Farc, al precio de desafiar a los colombianos y defraudando sus aspiraciones.
La ceremonia de premiación de Juan Manuel Santos en Oslo no deja de ser una grotesca farsa.
Bien se ve que que los otorgantes del Premio Nobel de la Paz desconocen lo que esta verdaderamente representa y toman esa distinción más bien como un instrumento de publicidad política, probablemente pagada y, en todo caso, enderezada a producir consecuencias que no necesariamente tienen que ver con el buen entendimiento entre los seres humanos y la armonía en las colectividades.
¿En qué consiste la paz por la que se dice que se ha esforzado en lograr Santos a punto tal que llega a considerárselo digno de un máximo reconocimiento?
No es, evidentemente, la paz de los espíritus, que es fruto de un denodado y ejemplar esfuerzo moral.
A los otorgantes de esta distinción no parece importarles que el acuerdo a que llegó Santos con las Farc sea hijo de la mentira, la traición, las maquinaciones tortuosas, el asalto a la buena fe de los colombianos, la vergonzante claudicación ante uno de los grupos criminales más perversos que hay en el mundo actual y la destrucción de nuestra institucionalidad, entre otras muchas lacras.
Santos ha preferido satisfacer la exigencias de los criminales de las Farc, así sea al precio de desafiar a la mayoría de los colombianos dándoles la espalda y defraudando sus legítimas aspiraciones.
Esa inmensa mayoría no quiere ni les cree a Santos ni a las Farc. No espera que el acuerdo entre ambos traiga la anhelada paz, pues de hecho lo que de sus términos resulta es la exaltación de la criminalidad más perversa que haya podido haber asolado a este desventurado país. Su contenido no trasunta la reconciliación entre los colombianos, sino su sujeción a una fanática minoría que pretende instaurar un sistema totalitario y liberticida inspirado en los modelos cubano y venezolano.
Las Farc quedarán ahora en mejor posición estratégica para avanzar en el logro de ese funesto propósito. La seguridad democrática las obligó a refugiarse en las selvas y en los traicioneros países vecinos. Ahora librarán su lucha bajo la protección del Estado y desde las amplias parcelas de poder que la claudicación de Santos y sus conmilitones les ofrece.
Lo han dicho una y otra vez sus cabecillas: lo acordado con Santos no representa el fin de sus hostilidades contra la institucionalidad y el pueblo de Colombia, sino un momento victorioso que les facilitará la toma del poder total en un día no lejano.
Para ellos, la lucha revolucionaria continuará bajo otros parámetros y en contextos diferentes. Pero su propósito sigue siendo el mismo: instaurar en Colombia el Socialismo del Siglo XXI.
Los ilusos sueñan con que estas aspiraciones se ventilen como es de usanza en las democracias maduras, es decir, mediante la confrontación racional de ideas y programas llamada a decidirse libremente por el pueblo en los certámenes electorales.
No es ese el talante de los revolucionarios que siguen el principio de la combinación de todas las formas de lucha. Se servirán de la normatividad jurídica y las garantías institucionales en cuanto convenga a sus intereses, pero si es del caso las distorsionarán y desconocerán a su antojo. Y no renunciarán al empleo de la fuerza cuando ello fuere menester.
El pueblo colombiano no se regocija con el premio que inmerecidamente se le está otorgando a Santos. Es escéptico acerca de lo que traerá consigo el acuerdo con las Farc y teme fundadamente que vamos camino de nuevas y peores confrontaciones que las que pretenden superarse con el mismo. Sabe que no está lejana una persecución implacable contra los que descreen de las bondades de ese acuerdo. Y lo domina el estupor al presenciar la seguidilla de burlas, trampas y maquinaciones con que se está dando un golpe de estado letal para nuestra endeble institucionalidad.
Santos ha defraudado la confianza de los colombianos. Y los izquierdistas que mandan en Noruega creen que sus indignos procederes lo hacen merecedor del aplauso mundial.
No, hoy no es un día de fiesta para Colombia. La comedia que se representa en Oslo no suscita la alegría, sino el desconsuelo y, desde luego, la indignación que producen las exhibiciones impúdicas.
Santos es, en efecto, un desvergonzado que nada respeta.
Jesús Vallejo Mejía