Indignación y profundo desconcierto ha generado el rapto, el abuso sexual y el asesinato de Yuliana Samboní, una pequeñita de siete años. Produce desgarrador dolor por ella y por la humilde familia a la que le fue arrebatada. Genera rabia, además, e impotencia. Y miedo, habría que agregar. La sensación que tenemos todos los padres es que la amenaza está ahí, en cualquier lado.
El crimen y el tratamiento mediático y político que ha generado invitan a dos campos distintos de reflexiones. Por un lado, si las cifras que han publicado los medios son ciertas, vivimos una verdadera pandemia. Nadie menos que el director de Medicina Legal afirmó que ese Instituto ha estudiado dieciocho mil casos de abuso sexual a menores en los últimos diez meses. Es decir, si cada caso de estudio fuera uno que en verdad ocurrió, ¡en Colombia se produce un caso de abuso sexual a menores cada 24 minutos! Más, en realidad, porque es posible apostar que muchos no se denuncian, Según dice el Director, el 70% de casos no lo son. El cálculo hace mucho más grave el horror.
Y es fácil que no se denuncie. Por definición las víctimas son menores, débiles, indefensos, aun en proceso de formación de su carácter y sin información sobre lo que pueden y deben hacer frente al abuso al que son sometidos. Y los victimarios ejercen un papel de autoridad que cohíbe a las víctimas. Además, muchos esconden el crimen para evitar el estigma de la familia.
Coincido en que encoleriza aun más que el criminal sea rico y haya tenido todas las oportunidades, entre ellas una educación de primer nivel. Y esa es quizás la razón de que este caso en particular haya tenido tanta atención de los medios. Hay sin embargo una cifra adicional que da el Director que invita al pánico: el 95% de los agresores son personas conocidas y entre ellas muchas son del círculo más directo: padres, padrastros, abuelos, hermanos y tíos. Es decir, el caso de Yuliana, secuestrada en la calle y por un extraño, fue la excepción y no la regla. Casi siempre la agresión se presenta en casa y por cuenta de quienes tienen el deber de proteger a la criatura. Los casos se dan en todos los estratos socioeconómicos y en agresores de todos los niveles de educación.
Parece que vivimos en una sociedad con un número inmenso de pederastas. Depredadores cobardes que se aprovechan de la indefensión de sus víctimas y muchas veces, del amor de los niños a sus parientes mayores. No conozco cifras comparadas. ¿Pero hay más pederastas entre nosotros que en otras sociedades? ¿Influye en ello, además del machismo, la banalización de la violencia en los medios y la comercialización de la sexualidad? Probablemente, pero no debe ser razón suficiente, porque no sabemos que otras sociedades con esos mismos problemas y con el mismo nivel de desarrollo socioeconómico tengan los niveles de abuso sexual a menores que padecemos nosotros.
¿Hay entonces un falla profunda en la educación sexual de nuestra gente? ¿Un elemento cultural, además del machismo, que cosifica a la mujer y la violencia sobre ellas y que se refleja, por ejemplo, en las letras del reggaeton, ahora tan de moda? Todo ello, creo. Pero no es suficiente para explicarlo porque la violencia también se ejerce contra los niños, no solo contra las niñas. ¿Son decisivos entonces los altísimos niveles de impunidad que sufrimos? ¿La violencia política de tantas décadas nos insensibilizó? ¿La tolerancia social que termina por avalar al criminal con base en sus motivaciones?
Porque algo pasa si nos indignamos con el abuso y el asesinato de esta pequeñita pero creemos que está bien la impunidad de los miles de crímenes contra menores de edad, desde reclutarlos forzadamente hasta violarlos y asesinarlos, cometidos por las Farc.
¿Cuál es la justificación ética para tal cosa? Aun si fuera verdad que esos crímenes se cometieron por motivaciones políticas, aunque no veo cómo pueden tenerlas el abuso sexual, la violación, la mutilación y el asesinato de menores, eso ni los justifica ni amerita su impunidad.
Rafael Nieto Loaiza