Es una obligación ética y política del Presidente de actuar conforme a derecho y replantear los contenidos del documento derrotado.
Comencemos: “conejiar” o poner conejo es una palabra del argot popular de casas de lenocinio. Se aplica a aquel sujeto que se escapa y no paga los servicios carnales de la ramera. Por extensión se dice de aquella persona que engaña o deja con los crespos hechos a quien algo prometió o debió cumplir por mandato o compromiso.
En la política colombiana del momento estamos a las puertas de un conejo gigante. El gobierno titubea o tiene in péctore la decisión de no cumplir con los resultados del plebiscito del 2 de octubre, en el cual la mayoría de los votantes rechazó el paquete de acuerdos entre gobierno y una de las guerrillas. El efecto de esta manifestación democrática es claro: el acuerdo ha muerto. ¡Viva el nuevo acuerdo! Es una obligación ética y política del Presidente Santos de actuar conforme a derecho y reconocer que debe replantear, aún contra su maleable voluntad, los contenidos del documento derrotado, debatir y defender las críticas y propuestas de los vencedores en el plebiscito. No es “si le da la gana”, sino que es la orden emanada de las urnas. Pero como él hace lo que le da la gana, corremos un grave peligro: que nos ponga conejo.
Santos, en su inefable sabiduría (perdón por lo de sabiduría) quisiera mandar a los del NO para la quinta porra, para el carajo. Por eso se fue a despotricar de la democracia nuestra en la Cámara de los Lores en la Gran Bretaña. Santos tiene arranques dinamiteros verbales que derrumban, a veces, lo construido o por construir. ¿Alcanza el Presidente a medir la importancia y la gravedad del momento por cual transitamos y la tentación de ponerle conejo a la mayoría de los ciudadanos? Si esto llegare a suceder, Santos asumiría la ruptura total y definitiva de la comunidad nacional. Esa ruptura, arbitraria, loca e ilegítima destruye los valores del sistema y la confianza en las reglas constitucionales. En otras palabras, Santos derramaría ácido sulfúrico sobre la convivencia entre los colombianos. Y nadie podría prever los efectos a mediano y largo plazo. Pero sin duda la tristeza, la desolación y la desconfianza serán los estados del alma de los colombianos.
¿Y de las Farc, qué? Esta guerrilla que ha pasado, en las denominaciones oficiales y periodísticas, de terroristas a combatientes rebeldes, deberá analizar que, no obstante la carne de conejo compartida en el banquete presidencial, su reinserción será recibida con desprecio. Si es cierto que han dado el paso a la disolución del aparato armado como lo determinaron en la décima conferencia en las planadas del Yarí. Si es cierto que se han convertido a otra fe realizando vigilias apostólicas con clérigos de la Santa Madre Iglesia. Si es correcto pensar que abrazan la democracia con sus normas, no como “una de las formas de lucha” combinada con las armas, las Farc y su comandante Rodrigo Londoño, alias Timoleón Jiménez, si todo esto es verdadero, deben saber que tienen un mal socio que les ensució el camino con su conejera actuación.
Pero si Santos no pone conejo en la mesa de integración nacional y opta por la unidad del pueblo, unidad de la nación y de la opinión pública y republicana, para sacar adelante una nueva versión “concordataria” con las Farc, habrá tenido los méritos para lucir el premio Nobel de la Paz. No debe tener miedo para actuar. Las Farc ya no son rebeldes con causa política, porque están disueltos conforme a sus estatutos. Y por algo que es más importante: han confesado que no es posible llegar al poder por la vía armada. Y esta convicción no tiene reversa.