He participado en las largas jornadas de conversaciones de esta semana entre los representantes de las víctimas de las Farc y los voceros del NO en el plebiscito con los negociadores del gobierno en La Habana. El gobierno pidió que mantuviéramos confidencial el documento de propuestas y opciones que le presentamos, de manera que no me referiré a su contenido. Pero sí puedo compartir los principios básicos que creemos que deben guiar el nuevo acuerdo con las Farc.
El acuerdo debe hacerse con pleno respeto de la democracia y la institucionalidad republicanas y nada en el mismo debe afectarlas. Ello supone respetar el carácter unitario del Estado, la separación, independencia y autonomía de los poderes públicos y sus funciones esenciales, y los derechos y libertades ciudadanos.
No es conveniente que el acuerdo haga parte de la Constitución. Los negociadores del gobierno y de las Farc no tienen representación popular ni legitimidad para cumplir funciones de poder constituyente.
Solo lo estrictamente humanitario del acuerdo podría considerarse como acuerdo especial del derecho internacional humanitario, y en todo caso, ese acuerdo no debe hacer parte del bloque de constitucionalidad.
No dudamos de que hay que facilitar la desmovilización, el desarme y la reinserción de los miembros de las Farc, y que hay que proteger su vida, integridad física y todos sus derechos, pero también que no se debe premiar a los violentos ni con ello dar mal ejemplo a la sociedad.
Por eso y porque no hay ninguna razón para romper a favor de los violentos el principio de igualdad de los ciudadanos frente a la ley, planteamos que en el nuevo acuerdo no debe haber trato preferencial o prioritario para los miembros de las Farc y para su partido político en relación con otros ciudadanos y otros partidos y movimientos políticos.
El acuerdo debe proteger el derecho de propiedad privada, la libre iniciativa empresarial y la competitividad de nuestra economía, y no puede contener limitaciones o afectaciones a tales derechos.
No se puede interpretar el derecho a la protesta y la movilización social como pretexto para vetar proyectos de desarrollo o de erradicación de cultivos ilícitos, ni como mecanismo de acción política que conduzca a las vías de hecho. Cuando la protesta social devenga en disturbios o vías de hecho, el Estado ejercerá su autoridad legítima para evitar perjuicios a la sociedad y a los individuos, con garantía de los derechos humanos y proporcionalidad en el uso de la fuerza.
Hay que proteger la sostenibilidad fiscal de nuestra economía. No deben acordarse planes, programas, proyectos e inversiones que no sean pagables y sostenibles. El acuerdo no debe crear nuevos organismos sino cuando no haya en la estructura actual del Estado quien pueda cumplir las tareas que se le asignarían. Hay que “desburocratizar” el nuevo acuerdo.
Hay que cuidar la familia como núcleo básico de la sociedad y si bien hay que proteger los derechos de las mujeres y de las minorías, hay que evitar llevar al acuerdo posiciones ideológicas que no son compartidas por el grueso de la sociedad colombiana.
El acuerdo no debe contemplar beneficios judiciales para los miembros de las Farc que no se den a los miembros de la fuerza pública y a otros agentes del Estado, a los que hay que dar soluciones reales y efectivas.
Se debe dar trato especial a las preocupaciones y demandas de las víctimas de las Farc, en tanto que el acuerdo se hace con ese grupo armado.
Estoy convencido de que la sostenibilidad del nuevo acuerdo con las Farc y la seguridad que buscan sus miembros no viene de constitucionalizar su texto sino de un gran consenso nacional sobre la paz y sus alcances. Ese consenso político y social asegurará la estabilidad de lo acordado, evitará que su discusión sea parte de la contienda política y electoral, y le permitirá a Colombia dedicarse a solucionar sus grandes desafíos: el narcotráfico, el desempleo y la corrupción.