En los Nobel de Paz existen inocultables categorías. El premio que hasta ahora ha sido otorgado a 104 personas y 21 organizaciones, con el paso de los años ha tenido un tinte político muy atado a los intereses del gobierno noruego de turno.
En el caso de Juan Manuel Santos, era obvio que Noruega necesitaba lavarle el maculado prestigio al proceso de paz luego de la victoria del NO en el plebiscito y la mejor manera para hacerlo era concediéndole al presidente colombiano el Nobel a manera de premio de consolación: el pueblo lo castigó en las unas y Noruega lo compensó con la medallita de Alfred Nobel. (Puede leer “El yo con yo de Noruega”).
Es inocultable que el Nobel de Paz le ha sido otorgado a personas de singularísima trascendencia y el galardón ha servido como aliciente para la consolidación de la paz mundial. En 1983 el ganador fue el sindicalista polaco Lech Walesa quien a través de solidaridad lideró el respeto por las libertades en su país que a la postre aceleró la caída del régimen comunista de la patria de San Juan Pablo II.
Años antes, los galardonados fueron los líderes de Egipto e Israel Anwar Al-Sadat y Menachem Begin quienes suscribieron el “acuerdo de Camp David” que se tradujo en el establecimiento de la paz entre sus respectivos países.
En 1990 el premió fue depositado en las manos del expremier soviético Mijaíl Gorbachov.
Santa Teresa de Calcuta lo recibió en 1979, mientras que Henry Kissinger fue premiado en 1973 por su participación en la negociación y suscripción del “acuerdo de Paris”.
Aquellos, junto a Barack Obama y Al Gore –premiado en 2007 por su labor en la generación de conciencia respecto de los efectos del cambio climático- son Nobel de Paz con trascendencia, renombre y respetabilidad en múltiples escenarios globales.
A diferencia de ellos, hay otro grupo de personas que han sido premiadas y que, por decirlo de alguna manera, son vistos sin mayor respeto por sectores calificados de la política internacional.
Al decir popular, son los Nobel de Paz “mamertos”. Activistas o agitadores con agenda política propia que no tienen ningún peso en la política de las regiones de donde son originarios y mucho menos en el planeta Tierra. ¿O acaso existe algún tanque de pensamiento que recoja las opiniones de la agitadora guatemalteca Rigoberta Menchú o del obsesivo activista argentino Adolfo Pérez Esquivel?
Aunque Santos cree ser una suerte de Winston Churchill del trópico, la verdad es que su trascendencia como líder mundial sólo existe en su imaginación y en la de los amigos que le susurran elogios. Muestra de su poca relevancia en el concierto internacional fue la poca, poquísima asistencia de mandatarios mundiales a su intervención en la más reciente asamblea general de las Naciones Unidas cuando anunció ante el universo lo que él llama “fin del conflicto colombiano”. Lo curioso es que muy pocos jefes de Estado y gobierno oyeron el trascendental mensaje.
Así mismo, en su cuestionado paseo oficial a Londres, con carrozas, fanfarrias, caballos, banderas, banquetes y grandes salones de baile, la prensa inglesa literalmente pasó de largo y no registró el hecho que, en cambio fue cubierto con desbordada devoción por algunos periodistas colombianos que no ocultaron su emoción porque el presidente haya pernoctado en el palacio de los Windsor.
Santos saldrá de la presidencia de Colombia creyendo que el destino le tiene reservado un lugar exclusivo al que sólo tienen acceso los hombres grandes de la historia. Comparará su Nobel de paz con el de Nelson Mandela y no será así. Puede que no vaya a vestirse con las coloridas túnicas que utiliza Rigoberta Menchú ni que emplee los malos modales de Pérez Esquivel pero nadie puede poner en duda de que el Nobel colombiano será uno más de esa cuerda, de los Nobel del estrato 1, porque mucho mucho le falta a Santos para ser aceptado como un hombre de grandes ideas y principios que lo hagan merecedor de hacer parte del estrato alto en términos políticos de los Nobel de Paz
@IrreverentesCol