Lo ha dicho Herbin Hoyos con la gran autoridad moral que lo respalda por sus valerosas campañas en pro de las víctimas de las Farc: el Acuerdo Final se hizo a la medida de esta organización y no de las aspiraciones del pueblo colombiano.
En otras palabras, representa una ignominiosa capitulación de parte de las autoridades de la república.
Las Farc han mentido a troche y moche a todo lo largo de este proceso. Lo dijo, por ejemplo, el general Mendieta, que sufrió un cautiverio de 12 años bajo las más deplorables condiciones que quepa imaginar: «La mentira más grande de las Farc es que no son narcos ni victimarios» (Ver Mentira más grande de las Farc).
Para darse cuenta de los abismos de degradación a que las Farc llevaron su rebelión armada, recomiendo la lectura del libro «Una Sociedad Secuestrada» que publicó hace algún tiempo el Centro Nacional de Memoria Histórica. (Ver Centro de Memoria Histórica).
Para no ir muy lejos, en mi familia cercana sufrimos dos secuestros perpetrados por las Farc. De uno de ellos fue víctima mi finado suegro, que a la sazón tenía cerca de 70 años y estaba convaleciendo de una cirugía de próstata. Lo sometieron a largas jornadas de viaje a través de la más inhóspita de las selvas aledañas al Pacífico y lo mantenían encadenado a árboles do quiera que se estacionaban. No hay palabras para describir las humillaciones y las torturas que sufrió. Después de haber pagado dos veces por su liberación, lo arrojaron en medio de la noche al borde de una carretera desde un vehículo en marcha. Y siguieron amenazándolo.
Se cuentan por millares los niños que fueron arrebatados a sus familias dizque a título de contribución forzosa de los campesinos para atender las necesidades de la rebelión. Esta aterradora política es causante en gran medida del enorme número de desplazados que han tenido que migrar del campo a las ciudades para protegerse de la sevicia de los guerrilleros. Otro buen número de desplazamientos se explica por las exigencias que les hacen las Farc a los campesinos para involucrarse en los cultivos ilícitos.
Y con escandaloso cinismo, las Farc declaran en el Acuerdo Final que sus nexos con el narcotráfico han sido apenas tangenciales, motivados por la necesidad de financiar la rebelión, pero que los cultivos ilícitos son asunto propio de las comunidades y no suyo.
Hace poco reconoció Antanas Mockus en un reportaje que le hizo «El Colombiano» que las Farc han acumulado por sus depredaciones un profundo resentimiento en todas las capas de la población colombiana.
Es lógico, la gente les teme y no les cree. Las Farc no son el pueblo en armas, sino una organización minoritaria que aspira a imponer un régimen totalitario y liberticida que la población rechaza. No han renunciado a su credo marxista-leninista, ni a la lucha de clases, ni a su propósito de hacer de Colombia una nueva Cuba y una nueva Venezuela. Y estos modelos fracasados asustan a nuestras comunidades.
Al exterior le han generado la creencia de que Colombia lleva más de medio siglo de guerra civil con las Farc y otras organizaciones alzadas en armas. No hay tal. La verdad monda y lironda es que nuestra población ha sido víctima de las agresiones de grupos revolucionarios que no han logrado respaldo significativo de parte de las comunidades, pero sí el apoyo decidido de gobiernos extranjeros que han pretendido destruir nuestra institucionalidad democrática y someternos a la férula del comunismo que hoy, desafortunadamente, parece estar bajo la protección de una Iglesia que marcha peligrosamente hacia la apostasía final que han profetizado varias apariciones marianas.
Lo que se desprendería del texto del Acuerdo Final, si por desventura se lo llegara a revivir, no es la construcción de una paz estable y duradera, sino la destrucción de nuestro ordenamiento jurídico, de nuestro sistema político y de nuestra economía. Y estas no son falacias, sino verdades de a puño que fácilmente pueden advertirse si, como lo recomendé atrás, se lee con la debida atención ese ominoso texto de 297 páginas.
El pueblo colombiano no quiere más atentados. Aspira a la paz y ha sido en extremo generoso con quienes lo han agredido. Piénsese tan solo en el perdón que le otorgó al M-19 después de que incurrió en el pavoroso Holocausto del Palacio de Justicia. Pero no está dispuesto a darles a las Farc ventajas que podrían facilitarles la toma del poder que tanto ansían.
En este proceso ha faltado, desafortunadamente, un acompañamiento internacional que ejerza autoridad moral sobre el gobierno y las Farc en orden a encauzar por buen camino las negociaciones. Es risible que los llamados a dar buen consejo sean los gobiernos de Cuba, Venezuela, Chile y Noruega, que no están interesados en la paz de Colombia, sino en imponernos a como dé lugar el Socialismo del Siglo XXI. Y ya, por desventura, tampoco podemos confiar en los buenos oficios de la Iglesia, cuyo escandaloso sesgo en pro del narcoterrorismo nos desconcierta y hasta escandaliza.
Ojalá que el buen sentido se imponga en las conversaciones que ahora se están adelantando con miras a corregir los estropicios del Acuerdo Final y se llegue a conclusiones en las que pongan realmente de manifiesto las exigencias de Verdad, Justicia, Libertad y Caridad que el hoy canonizado pontífice Juan XXIII consideraba indispensables para la Paz.