La democracia, más que un sistema de gobierno, es un método para vivir entre los humanos, sin recurrir a la violencia. No obstante, tiene una norma de oro, no la única: las mayorías son quienes deciden, las minorías aceptan su derrota y las mayorías están obligadas a respetar y proteger a las minorías. Los derechos de las mayorías son iguales a los derechos de las minorías, por ejemplo, la libertad de pensamiento, la de expresión, la de movilización, la libertad para escoger credo religioso o ninguno.
La filosofía del estado democrático es la liberal, valga decir, el pensamiento o doctrina liberal equivale a la energía que va por los cables y que mueve a una sociedad productiva en ideas, propuestas o trabajo. Los matices de las democracias dependen de la tradición, la cultura, la madurez colectiva, la historia y la solidez de sus partidos, movimientos, organizaciones sociales y de la calidad de sus dirigentes. No hay comunidades actuantes en la democracia política sin líderes reconocidos. Un valor supremo del pensamiento liberal es la libertad, que no es canjeable por nada. La libertad que se desgrana en diversas tipologías.
A raíz de los resultados del plebiscito del dos de Octubre, es evidente el triunfo del NO y la derrota de SÍ. Las corrientes de opinión que movilizaron los votantes han declarado un compás de espera, al menos los partidos, mientras se intenta crear un pacto nacional que construya una alternativa a los acuerdo Santos- Farc, sin descartar parte de sus contenidos. Es una labor paciente, argumentativa y hondamente política. Pero existen conjuntos de ciudadanos del SÍ que no solo acosan al tiempo y los negociadores, sino que asumen una doble condición: son seres superiores, ángeles con espadas de templarios que quieren perfección y pureza frente a unos maldadosos del NO que han dado un golpe al pensamiento liberal (?) y además, se sienten perseguidos por el fantasma del obispo, años muerto, de Miguel Ángel Builes.
Malos perdedores que al querer convertirse en víctimas, elevan el cociente de automarginalidad vanidosa, lo cual les impide la autocrítica y la disposición a disminuir o erradicar sus resentimientos que son temporales, suponemos, para volver al estadio de la convivencia, así sea la del Código de Policía, donde no se estigmaticen a los habitantes de una región como Antioquia, ni resuciten posiciones anticlericales por lo del problema de género. Este solo tema debiera superarse por la vía razonable de reconocer que la mayoría de colombianos son creyentes y que la exministra, ya renunciada y sin vigencia, se equivocó en su falso desafío. A los ateos y a los agnósticos liberales nos debiera servir de lección, para una posición realista, pragmática.
Los votantes del SÍ no pueden seguir viendo como enemigos a los del NO. ¿Vale la pena seguir llorando por el agua derramada y no poder beberla? Hemos hecho el curso de tolerancia y aún nos falta para alcanzar niveles de convivencia aceptables. La democracia causa lágrimas cuando nos derrotan. Pero son pasajeras y secan con el tiempo.