En este proceso se perdió toda proporción, se trapeó con la Constitución de manera grosera, se quebrantó gravemente la institucionalidad y se crearon unos antecedentes nefastos.
Para empezar, se modificaron Constitución y leyes con nombre propio: primero fue el marco jurídico para la paz, del que nadie volvió a hablar. Después el cambio para permitir que el referendo en el que andaba montado Santos pudiera hacerse el mismo día de elecciones. Tras abandonarlo, se modificaron las reglas del plebiscito para que el umbral no fuera del 50% del censo electoral sino apenas el 13% y para darle efectos “jurídicamente vinculantes”. Finalmente, se tramitó el acto legislativo “para la paz”, un adefesio lleno de los más espantosos orangutanes.
Por un lado, se hipertrofió el poder ejecutivo como nunca antes en la historia republicana. Se le dio poder a Santos para expedir decretos con fuera de ley, es decir, para legislar sin el Congreso, sobre todas las materias del “Acuerdo Final”, es decir, casi todo, excepto reformar la Constitución y expedir leyes estatutarias, orgánicas, códigos y decretar impuestos.
Por el otro, se convirtió al Congreso en un mero firmón de lo poquísimo que no podrá expedir directamente el Presidente. En efecto, a partir de la aprobación del plebiscito, el Congreso no podrá definir su agenda, solo podrá estudiar lo que le presente Santos y tendrá que evacuarlo antes de abordar cualquier otro tema. Si antes se necesitaban cuatro debates para aprobar una ley y ocho para una reforma a la Constitución, ahora serán tres y cuatro solamente y con menos tiempo. Ya no podrán votar unos artículos positivamente y otros de manera negativa, sino en bloque. Y el Presidente tendrá que darle visto bueno a cualquier modificación que quieran hacer.
A la Corte Constitucional también le mordieron sus competencia. En adelante podrá revisar las reformas de la Constitución solo por “vicios de procedimiento” y no por temas de fondo. Así podrán sustituir la Constitución bajo la mirada plácida de los magistrados. Y el control de los actos legislativos, de las leyes y de los decretos con fuerza de ley del Presidente será único, de manera que contra ellos no cabrá la acción pública de constitucionalidad, un derecho que tienen todos los ciudadanos de demandar una norma por inconstitucional aunque se haya expedido hace varios años.
No contentos con eso, se inventaron un tribunal que rompe con el sistema judicial, paralelo, con magistrados extranjeros, que es “prevalente, preferente, excluyente y autónomo”, que estará por encima de las cortes existentes y podrá revisar sus sentencias, que no tiene limite en el tiempo y será casi eterno, para juzgar a todos los que hayan “participado directa o indirectamente en el conflicto armado”, y que no tiene la obligación de aplicar la ley penal y el procedimiento penal colombianos. Todavía no sabemos como se escogerá a sus jueces.
Dando un paso más allá, por primera vez pusieron a funcionar la Comisión de Acusaciones para que el presidente de la Constitucional no fuera Jorge Pretelt, a quien le correspondía por derecho. Y sacaron de la Procuraduría a Alejandro Ordóñez porque, como tantas veces antes sin que nada ocurriera, en esa entidad había parientes de los magistrados de la Corte que lo postuló.
Es decir, neutralizaron el control de la Procuraduría, le quebraron el espinazo al sistema judicial, volvieron el Congreso un notario del Presidente y a este le dieron unos poderes inimaginables en una democracia seria, al mismo tiempo que recortaron las funciones de la Corte Constitucional.
Y para rematar, incluyeron los pactos entre Santos y las Farc en el texto constitucional por vía de sostener que son un tratado y que hacen parte del llamado “bloque de constitucionalidad”, es decir, del conjunto de normas de mayor rango en el orden jurídico colombiano: la Constitución misma y los tratados internacionales de derechos humanos y derecho internacional humanitario de los que hace parte Colombia.
No queda sino reconocer que volvieron a Timochenkoy compañía los nuevos constituyentes.
Está visto: Santos premió a quienes tienen por único mérito haber asesinado, secuestrado, extorsionado, reclutado menores, mutilado con minas y cometido actos de terrorismo, masivamente y por más de cincuenta años.