No me cabe duda de que el «Acuerdo Final» es apenas un borrador, mas no un acto jurídicamente eficaz.
Todo parece dar a entender que el tal «Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera», que se dio a conocer esta semana a través del Comunicado conjunto No. 93 de las delegaciones del gobierno y las Farc, todavía no está firmado por las partes.(Vid. Comunicado conjunto No. 93 de La Habana; Texto completo acuerdo final para la terminación del conflicto). Así lo asevera El Nodo. (Vid. El nodo acuerdo).
No obstante ello, Juan Manuel Santos corrió a presentar ante el Congreso la solicitud de pronunciamiento por parte del Senado y la Cámara de Representantes acerca de la convocatoria de un plebiscito refrendatorio de ese Acuerdo Final previsto para el próximo 2 de octubre, queriendo dar así cumplimiento a lo que establecen el artículo 20 de la Ley Estatutaria 1757 de 2015 y el artículo 2 de la Ley Estatutaria 1806 de 2016 (Vid. Ley estatutaria para regular el plebiscito).
Pues bien, como a la Corte Constitucional le corresponde decidir sobre la constitucionalidad de los plebiscitos en el orden nacional, por vicios de procedimiento en su convocatoria y su realización (Art. 241-3 Const. Pol.), no parece osado pensar que el beneplácito que dieran las Cámaras al plebiscito que se convocare para pedir la aprobación de un acto jurídicamente inexistente podría configurar precisamente un grave vicio procedimental.
A mí no me cabe duda de que el «Acuerdo Final», así haya sido divulgado por el gobierno, es apenas un borrador, un proyecto, mas no un acto jurídicamente eficaz. No hay que olvidar que tanto el Derecho internacional como el Derecho público interno son eminentemente formalistas, y la firma es precisamente uno de los elementos formales de cualquier documento al que se pretenda darle eficacia jurídica en cualquiera de esos dos escenarios.
En todo caso, enviarle al Congreso un documento que carece de existencia jurídica para que dé su beneplácito para someterlo a refrendación popular, es un grave irrespeto a la institución. Si los respectivos presidentes del Senado y la Cámara de Representantes fuesen personas decorosas, tendría que devolverle la solicitud a Santos por faltarle un requisito esencial para su validez.
Sucede que la premura de Santos para convocar el plebiscito obedece básicamente a tres motivos. Todos ellos cuestionables.
El primero ha sido cantado hasta la saciedad y radica en que pretende evitar a toda costa que el proceso plebiscitario coincida con el trámite de la terrible reforma impositiva que tendrá que presentar ante la consideración del Congreso a más tardar en el mes de octubre. Cuando el común de la gente se entere del impacto que en su magra economía producirá esa reforma, el nivel de aprobación del gobierno caerá severamente y ello podría afectar la intención de votar Sí en el plebiscito.
El segundo obedece al sesgo radicalmente antidemocrático que ha presidido todo este proceso de negociaciones con las Farc. Santos sabe que los ciudadanos que se inclinan a votar en favor del Acuerdo Final lo harán a regañadientes, pues el mismo contiene «sapos» a granel y a medida que la opinión lo vaya examinando juiciosamente su apoyo declinará de modo vertiginoso. En un país serio, una iniciativa de tamaña importancia para su futuro tendría que contar por lo menos con varios meses que dieran tiempo para realizar la labor pedagógica necesaria para que el voto pudiera emitirse con suficientes información y discernimiento. No así en Colombia, que no está bajo un gobierno serio ni decente.
Acá se da también un grave irrespeto para con la ciudadanía, cuyo derecho a votar en conciencia y con la debida información se ve cercenado por el exiguo término que habrá entre la convocatoria y la realización del plebiscito.
Hay un tercer motivo para la angurria de Santos y es que en octubre vence el término para postular candidaturas al Premio Nobel de la Paz. Santos sabe que si a Obama le dieron un premio evidentemente inmerecido al comienzo de su gestión presidencial, él, con más veras, puede aspirar a esa distinción, así deje un país con el espíritu ásperamente dividido y bajo el riesgo de nuevas y quizás más letales confrontaciones.
Recordando los versos de Núñez que en otra oportunidad he citado, lo que Santos dejará al término de su mandato no será otra cosa que confusión y caos, pues ha desdeñado sabias enseñanzas que indican que la paz social solo se puede edificar sobre la base de fuertes cimientos morales. Dice, en efecto, la doctrina pontificia:
«La Paz ha de estar fundada sobre la verdad, construida con las normas de la justicia, vivificada e integrada por la caridad y realizada, en fin, con la libertad”. (Vid. Paz – corazones.org)
Contrariando lo anterior, el proceso de negociaciones con las Farc se ha caracterizado por el desprecio por la verdad, la justicia, la caridad y la libertad.
Respecto de lo segundo, con sobradas razones acaba de manifestar José Miguel Vivanco que Human Rights Watch se propone denunciar ante la VPI ese afrentoso Acuerdo Final (Vid. Demanda acuerdo Santos-Farc).
¿En qué parará toda esta feria de vanidades?